martes, 21 de mayo de 2013

Concurso Microrrelatos Mineros Manuel Nevado Madrid. Aller.

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Presentación - Lectura:
  • Jueves, 23 de mayo a las 19:00 h en el Complejo Residencial de Mayores «La Minería de Felechosa» en el concejo de Aller
Primer premio
  • Mara Meroni: ¡Madrid obrero, saluda a los mineros!
Accésit asturiano
  • Rubén Rey Menéndez: L»esbarrumbu
Accésit joven
  • Alicia Calvo Panera: Los días del carbón
Accésit testimonio histórico
  • Charo Cuba Penabad: Exilios
Menciones especiales: asturiano
  • Pablo Rodriguez Medina: Fragmentu d'una seronda rara
Menciones especiales: joven
  • José Muñoz Albaladejo: El extranjero
  • Sara Díez Tascón: Los topos
Menciones especiales: testimonio histórico
  • Ana López Aguilar: Mal de las minas
  • Francisco Javier López Martín: El divisionario
Menciones especiales: castellano
  • Ana Isabel Gonzalez Gracía: Barcelona
  • Beatriz Gómez González: Mirái
  • Francisco Lorenzo Venancio: Despecho
  • Pilar Añibarro Aguado: Oferta de empleo
  • Manuel David Arce Martino: Madre de Dios
PRIMER PREMIO
Mara Meroni: Madrid obrero, saluda a los mineros!
La multitud se agita, se mueve después de horas de espera, se respira una alegría profunda y hay algo mágico en la atmósfera. Hace una noche de verano preciosa, de esas noches madrileñas que no se pueden explicar si no se ha tenido la suerte de verlas, con esta luna llena que broncea de plata todo lo que toca. A lo lejos, el faro de Moncloa, con su luz blanca y su extraña forma, parece el casco de un minero con la linterna encendida en la oscuridad. Desde su altura y acostumbrado a vigilar el cansino movimiento del tráfico, seguramente disfruta de una imagen única esta noche, una imagen que parece sacada de otra época. Banderas rojas, himnos y consignas revolucionarias, gente que se agolpa bajo un Arco del Triunfo que nos devuelve a la memoria nuestra derrota. La histeria nos invade. "¡Que vienen!", se oye pasar de boca en boca. Otra vez el movimiento balanceante; somos olas de una mar humano. De repente llega alguien que nos hace retroceder. Se ha creado un pasillo por donde pasan coches, y más coches... todo es confusión. Me siento emocionada, parece que de golpe estoy dentro de estas fotos míticas, Fausto Coppi en el medio de una mancha humana subiendo el Alpe d'Huez, que mi abuelo conserva con cariño y le hace cerrar los ojos y sonreír a pesar de todos sus males. Pero no es la caravana del Tour de France lo que está llegando, ni es un concierto de los Beatles, tampoco el desfile de la Selección Española. Como el milagro bíblico, la marea humana se abre, se divide, deja un espacio libre, pero en vez de Moisés y los hebreos, aparecen ellos: han llegado los mineros. Pasan en medio del mar de gente divido y les queremos mirar de cerca, tocarles, darles nuestro apoyo. Gritamos, exultamos, con el puño en alto y sonriéndoles, llorando, queremos que sepan que agradecemos su marcha, necesitamos su lucha, para despertarnos y desperezarnos de nuestras precarias, pero cómodas vidas. Al final el grisú ha afectado a todos los trabajadores, drogándonos y haciéndonos creer en la ilusión de formar parte de una clase distinta a la clase obrera, este simulacro que llaman clase media. Por eso necesitamos esta vuelta a la realidad, esta valentía de luchar por un porvenir mejor, este cubo de agua gélida en la cara que nos despierte de nuestro coma posmoderno. Los mineros son nuestra vanguardia, pero todos somos del mismo ejército. No nos importa que nos digan que las ideologías han muerto, que ya no hay clases, y que la minería es un trabajo de un mundo que ya no existe. Aquí estamos reunidos, fraternamente abrazados con desconocidos de todas las edades, todos cantando al unísono con un nudo en la garganta La Internacional. La gente se dispersa y yo regreso a casa tarareando en voz baja Santa Bárbara Bendita, tranlaralará... Los mineros siguen su curso, bajan por Princesa, dirección a Sol. Ya en la cama fantaseo imaginando la escena que se habrá vivido en el salón del Palacio de Liria. Los burgueses, entretenidos en su sobremesa, se sorprenderán del ruido que llega de la calle y, como recién salidos de una novela de Zola, decidirán temblando correr sus lujosas cortinas y apagar las luces para que los huelguistas no noten su presencia. De repente, son ellos los que quisieran estar bajo tierra. La luz de una linterna o tal vez la de la justicia, tarde o temprano los descubrirán. Esta noche no todo el mundo va a dormir tranquilo.

ACCÉSIT ASTURIANO
Rubén Rey Menéndez: L»esbarrumbu
Lo peor según me dixo nun foi ver morrer a tres compañeros aplastaos polos morrillos y los maderos. Entós tovía tenía dalgo polo que lluchar. Un cuartu home, Xuan el de Sama, quedó malferíu y él, que salió cásique ilesu, tuvo qu’arrastralu un bon pedazu hasta que-y parció taben seguros. Lo peor, confesóme cola tiesta baxa, tampoco foi el sentir los llamentos seliquinos pero continuaos d’aquel homón qu’enxamás se quexaba por nada. "Tuvieron a pique d’alloriame, eso sí". Dexólu un pocu solu mentes buscaba dalguna manera de comunicase colos de fuera; mentes s’averaba a ver si sentía picar al otru llau l’esbarrumbu; mentes, tamién, descansaba d’aquel ruíu que facía Xuan y que se metía polos oyíos hasta’l celebru pa quedase ellí sonando ensin parar un momentu. De sópitu, asina mesmo lo dixo él, sintió un ruíu mui grande. Diz que tardó lo menos diez minutos en dase cuenta, y eso ye lo que más-y pesa non tanto como habelu dexáu solu, de que’l ruíu nun yera tal. Yera la so ausencia lo que taba sintiendo. Cuando foi allá corriendo Xuan ya taba muertu. De poco me valió dicí-y que nada pudiera facer anque tuviera ellí. "Acompañalu" dixo y ante eso nun pude más que callar y dexar que rumiara aquel esmolecimientu enantes de siguir falando.

Lo peor camentó entós que ya pasara. "¿Qué podía haber peor que se te morriera un compañeru a la vera y que nin siquiera tuvieras con él nel so caberu aliendu?" Pero, como pudo pescanciar, había coses peores. Como pasar la nueche solu con un calabre. Yo nun entendía que tenía que ver que fuera de nueche o de día ellí abaxu, no más fondu de la civilización onde enxamás entraba la lluz del sol. Nun supo esplicame bien, "dalgo psicolóxicu". El reló tenía muncho que ver, y non solo pa distinguir el día de la nueche; según pasaben les hores la posibilidá de la muerte propia diba garrando cuerpu. Sabía que cuanto más tiempu pasara menos oportunidaes tendría. Empezó entós a falta-y l’aire y, anque hasta esi momentu nel que foi cosciente de la so posible falta nada notara, entamó a respirar despaciu como si asina pudiera dir dosificándolu. "Ehí perdí la cabeza". Enseñóme los deos: tenía toles uñes esfarrapaes y prietes como les piedres que quixera arrancar con elles. Por embargu, esa lloriada que bastaría pa dexar tresvoláu a cualquiera nun pudo con él. "Quedé tan mayáu que tumbeme en suelu y escomencipié a lloramicar como un nenu hasta que quedé dormíu". Cuando a la fin esconsonó parció-y sentir un ruíu mui cerca y esos minutos fueron de los peores. Dempués de lo de Xuan nun s’enfotaba un res de los sos sentíos. Nun sabía si sería verdá o sería too cosa del so maxín. Hasta que nun vio la lluz de la llámpara d’un compañeru asomar nun foi quien a aposentase. Abrazólu entós como’l náufragu al maderu que lu fai flotar; son pallabres d’él.

Fueron sacando a los cuatro calabres mientres él comía y bebía dalgo y el mélicu diba tomando-y la tensión. Cuando taben metiendo a Xuan na xaula mandó-ys esperar; quería xubir con él pa "nun dexalu solu otra vuelta". Pero al llegar arriba, ehí sí que foi lo peor. Camentaba que ya pasara tolo malu que tenía que pasar. "¡Qué enquivocáu taba! Enxamás no que me queda de vida escaeceré la mirada de la muyer de Xuan mientres la mio familia corría a besame y abrazame".

ACCÉSIT JOVEN
Alicia Calvo Panera: Los días del carbón
Olga sube al desván. Allí empieza todo: carruseles, vagones, risas, estrellas y otros mundos. Un lobo muy negro, de lomo azabache carbón, la lleva a paisajes soñados y reales. Hoy papá no viene, está malo: tiene escamas en los pulmones y a veces tose mucho, y aunque Olga se pone triste, sabe que papá es fuerte. Juntos han viajado tan lejos como han podido, sin salir siquiera del pueblo. Papá ha bajado a la mina durante veinte años ya. Cuando llegó Olga, casi por sorpresa, se sentía viejo y miedoso: ¿cómo un tipo como él, tan llano, a veces tan áspero, con las manos entregadas a los martillos y a las máquinas, iba a poder sujetar un bebé, alimentarlo, cuidarlo y divertirlo? Pero Olga le enseñó sin querer a querer. Excavar pozos le había parecido siempre una de las tareas más duras, pero también de las más gratificantes; picar por picar puede hacerlo cualquiera, pero rastrear una veta, reventar la roca, son la magia de la minería. Olga le enseñó que ser padre es casi tan duro como picar a mano. Paciencia y tesón no bastan, la niña no se duerme, es como una veta peleona, sólo que no entiende de voces ni se puede pedir ayuda.

Olga aprovecha que papá no está para ponerse su casco e iluminar con el bulbo ocre la noche cerrada. Se han inventado un país de animales, donde cada uno se camufla con la naturaleza: el lobo, su preferido, con la roca oscura de la hondura de la montaña. Sapos, jabalíes, tordos, se transforman en nueces, en nidos, en hojas. También hay animales exóticos e inventados, pero a Olga le gustan los que la rodean. Cuando va a clase, ve a los feos sapos saltar al río con un sonido sordo y cómico; cuando va a buscar a papá al bar, mira al jabalí a los vidriosos ojos, se asusta un poco y tira de la manga a su padre para salir cuanto antes. Los tordos son los pájaros que rodean a veces la mina, pero ella no puede ir allí; cuando se escaquea, disfruta de su aventura en compañía de los más discretos de los pájaros, esos tordos felices. Pero el lobo es el más fascinante, decía, porque su papá se ha empeñado en ello; quemando a temperatura constante, según la dureza de la madera, permite obtener un carboncillo, la golosa y engorrosa herramienta del dibujante iniciado. Papá no es un maestro, pero se las ha apañado para convertir los primeros manchurrones en lobos con ojos color cereza. El lobo es el coraje: aleja el miedo cuando nieva fuerte, cuando Olga tiene catarro, cuando papá tiene sus catarros fuertes, como él los llama. El lobo es un abrazo cálido cuando un neno le ha sacado la lengua en la escuela, cuando pasan días y semanas y papá no tiene trabajo y no sabe si volverán a llamarlo a la mina, y entonces se va al bar y de allí no lo arranca nadie.

Baja las escaleras con tiento y recorre el pasillo en el que tantas veces han jugado. Con una manta negra deshilachada han creado un pasadizo, y sólo sus manos entrelazadas garantizan que todo irá bien. Pasan miedo, emoción, un hormigueo que es la segunda infancia de papá junto a la primera de Olga. Bienaventurados los niños, que curarán las heridas de los padres. Otro de sus cabos de unión son los reyes magos, porque papá es Baltasar, tiznado de negro. Al principio, no literalmente, pero verlo subir de las galerías como un deshollinador dio la idea a algunas madres del pueblo. Además, con lo robusto que era, tenía planta de sobra.

Hoy papá no se encuentra muy bien, así que Olga le llevará al hospital un dibujo, un trozo de carbón dulce y una gran sonrisa. Y todo estará bien, y las escamas en los pulmones se irán, y subirán al desván mañana, y no se irán nunca de allí, porque el mundo brilla más así. Y sobre todo, Olga no se olvidará de que la realidad, a veces con su crueldad incomprensible, jamás le partirá el corazón, porque todo lo bueno lo ha soñado despierta, junto a su padre y los días del carbón.

ACCÉSIT TESTIMONIO HISTÓRICO
Charo Cuba Penabad: Exilios
Manuel persiguió al enemigo sin respiro, batalla tras batalla, hasta obligarle a cruzar los Pirineos, exhausto y desarmado.

La victoria fue amarga. Volvió a casa con más de una abolladura en el alma y se afanó en el trabajo para conjurar las sombras de la memoria.

Veinte años después, metió en una maleta de castaño todas sus frustraciones y sus anhelos y caminó por el mapa dos mil kilómetros cara al norte.

Martín ya estaba allí. Había llegado desde Mieres, veinte años atrás, extenuado e inerme. A él, que había luchado en la Revolución de Asturias, bregado duramente en el pozo de El Barredo, que había cruzado España a pie y había formado parte de la División Leclerc, aquel trabajo de construir casitas para los burgueses gabachos le dejaba un poso de amargura.

Vio que al recién llegado tampoco le lucía mucho el pelo. Le echó una mano, para trasladarle las órdenes del patrón, que Manuel aun no podía entender. Hablaron, mientras manejaban la garlopa y el esparavel. Con el tiempo, fueron viendo que habían coincidido en fechas y lugares:

- ¿Asturias? - ¡Sí!
- ¿El Ebro? - ¡Sí!
- ¿Belchite? - ¡También!

Martín era generoso. Comprendía que la vida, que les había colocado en bandos enemigos, les había vuelto a juntar en la necesidad. Invitó a Manuel a ver la película "Mourir à Madrid" y ese día le presentó a muchos de sus camaradas. Incluso a Cipriano Mera, que había venido al estreno desde París. Manuel estaba fascinado y a pesar de estar lejos de casa, se encontraba a gusto entre aquella gente solidaria y cordial.

Aquel día, emprendieron otra guerra, dialéctica y fraterna, que duraría cuarenta años más.

-Te perseguí hasta la madriguera.
-Pues para ser vencedor, te veo bien jodido

-Mira que llamarle Floreal a un hijo; eso no es cristiano

-Pues anda que tú ¡la alegría de la huerta! ¡Ponerle a tu hija Dolores!

A veces, durante el trabajo, Martín canturreaba por lo bajo, mirando de reojo hacia su compañero:

UHP murieron muchos mineros
bajo las balas traidoras
de esos canallas del tercio

Manuel sonreía, imperturbable.

El día que Floreal y Lolita se casaron, los dos amigos sintieron que le habían ganado un pulso al destino.

MENCIÓN ESPECIAL (ASTURIANO)
Pablo Rodriguez Medina: Fragmentu d'una seronda rara
Foi aquella una seronda rara. La mina tragó Corsino ensin devolvenos d’él nin un mal farrapu y, per San Andrés, un corteyu de fueya seco arremolinóse na caxa de Matíes, el foriatu, nel cementeriu civil.

De la qu’aportó Matíes el pueblu yera un verbeneru xente. Naide supo d’ónde xurdiere Martius Vrativsla. Dalgunos facíenlu pelegrín estraviáu camín de Santiago, pola piel sarapicao de bubes y vexigues, y quien lu trató daquella alcuérdase del tafu mugorientu d’apestáu que dexaba tres de sigo. Víaselu pasear al debalu, col anduliar desabeyáu de los perros caleyeros, la ropa puerco enlleno sietes, amoriando de fame y pol vinu de cuarterón. Daquién se dolió y al poco rumoriábase que Sarasúa lu metiere en casa al velu cola tarantela de fiebres tercianes, que lu bañare con mimu, que–y velare la fiebre de la qu’apañaba ropa del difuntu, y qu’acabó namorándose y llamándolu Matíes, como al home.

Martius, permediando un primu capataz de la viuda Sarasúa, entró a trabayar na mina. Dizque’l primer día fue gayoleru, que nello se decatare’l restu del relevu de qu’a aquel rapaz-y faltaba una garfiellada. Pasaron les hores y nun había mou de sacalu. Bien de sonadía garró trabayando a estaya, dexando atrás la marca d’apotelar y l’avance; que yera finu metiéndose en coladeros y chimenees, furando a lo topero y cambiando a cada poco de galería, como si buscase él solu llevar a estaya tol corte.

La viuda Sarasúa queríalu a esgaya, pero bien se cuidaba d’encariñase con él porque, dicía, los homes asina como vienen, vanse, en referencia al so Matíes, que vieno de la mili, casó y coles mesmes marchó enriba del carromatu del exércitu ensin correr la noviada, arrastráu en pendolín pol airón guerreru. Sicasí, con Martius enquivocárase de plenu porque’l fulán taba tan prendáu d’ella como de la mina y hubo enterrala cincuenta años más tarde, nun mediudía de mayu cuando airea la menta nel campusantu.

Martius morrería esi añu, dos díes dempués de que se recibiere un paquete postal nel chigre del pueblu. Nél, Corsino contaba la so aventura que lu upara a héroe llocal nel otru cabu del mundu.

Dizque cuando sentió rinchar la madera de los postes azotóse contra un hastial encomendándose a la santina y qu’adulces, tres l’esbarrumbe y el derrabe, cuando aposentó la nube de polvu y cisca, foi quien a salir per un requexu y atopar lo que paecía un respiraderu pel que salió tirando a gates. Anduvo desnortiáu bebiendo del agua que filtrayaba peles resquiebres de la peña, alimentándose de los líquenes y de poco más que los recuerdos de les llacuaes, dormiendo cuando pintaba, tentando la piel de la que-y diben saliendo unes escamuques, qu’arrincaba y rucaba alitando na boca’l sabor mugorientu de les cogordes serondiegues. Nun sabe cuándo falsió’l suelu y foi dar a una galería más ancha na que sintió’l ruxerrux de voces llonxanes y l’allumar pantasmiegu de les llámpares.

«Compañeros, compañeros», apellidó, pero aquellos falaben más enrevesao que los ayeranos, que yá ye dicir. Sacáronlu en parigüeles, encamáronlu nun hospital y enseñáron-y una estatuta que se daba un aire a daquién del pueblu… Un home, polo que pudo entender, qu’abenayá se sumiere na mina ensin dexar rastru. Agora, taben contentos: la mina devolvía-yos otru home. Mandaba recortes del periódicu enllenu de pallabres que nun entendíemos y una postalina del pueblu, que traía’l nome nun requexu.

Martius dexó la partida de dominó, asomó la cabeza naquel baturizu y garró la postal. «Vatrivsla, Vatrivsla», tartamelló la pallabra impresa, señalando pa la semeya. Morrió a los tres díes. Suerte tuviemos de qu’a Corsino nun lu confundieren con un pelegrín.

MENCIÓN ESPECIAL (JOVEN)
José Muñoz Albaladejo: El extranjero
El extranjero lee a Nietzsche y Schopenhauer en su hora de descanso, pero no los entiende. De hecho, apenas sabe leer. Camina recto con la cabeza alta, las manos cruzadas a la espalda y viste una vieja levita de seda marrón, arrugada y sucia, descosida y agujereada. Antes de bajar a las minas, se la quita cuidadosamente, la dobla con diligencia y la deja apoyada sobre una roca, siempre la misma. Todo el mundo sabe que ese es su sitio, y nadie debe acercarse allí sin su permiso, o de lo contrario se enfadará. El extranjero lleva muchos años trabajando aquí, y aunque quizá sí sea cierto que sus antepasados pertenecieron a la alta nobleza parisina, tal y como afirma, no creo que él pueda ya recuperar el trono perdido. Hombre de admirable coraje, el extranjero no pierde la fe, intacta como el primer día, y mañana tras mañana vuelve al trabajo y espera que un milagro lo devuelva de nuevo a un tiempo que ya ha pasado.

El extranjero tiene una larga barba blanca y bigote, los ojos pequeños y oscuros y la cara siempre negra, manchada por el hollín y el carbón. Por mucho que se lave, jamás podrá limpiar su cara, marcada de por vida. Su cabeza ya no funciona bien, y solo habla de un pasado que no vivió en las calles de un París decimonónico que jamás ha conocido. Nos habla de los siete bulevares diseñados por el Barón Haussmann en torno a los cuales gira la ciudad, y de cómo sobre ellos se organiza toda la vida de los habitantes de la capital francesa. Nos habla de cómo ha afectado la llegada de la modernidad a las gentes de París, de la importancia de la moda, de la fugacidad de cada momento, de la falsa necesidad de buscar la eternidad en lo efímero, la alegría en lo banal, la elegancia en lo superfluo. Nos habla, ya con tristeza, de cómo la antigua sociedad parisina acabó transformándose en una sociedad de modas perecederas y relaciones abstractas, una sociedad de rostros desconocidos y expresiones vacuas.

Con la mirada envuelta en un halo de dolor y añoranza, el extranjero nos habla también de la otra cara de París, aquella que nadie conoce y a la que él tuvo acceso cuando la fortuna familiar se vino a pique. Nos habla de la miseria, de la ansiedad, de la desolación del hombre corriente, de la ilusoria idea de progreso, de los bajos fondos, de los suburbios, del crimen, del alcohol, de los burdeles, de la insalvable distancia entre patricios y plebeyos, de los escombros y de las ruinas, vecinas de un lujo al que muchos jamás podrán acceder.

De todo eso nos habla el extranjero en las horas de descanso, con los ojos llorosos y con la esperanza de retornar algún día a su patria y de recuperar el prestigio familiar que acompaña a su apellido, por todos nosotros desconocido. A través de lo que ha llegado a ser, el extranjero evoca con nostalgia aquello que cree que una vez fue.

Pero el extranjero se equivoca. No recuperará ese tiempo perdido ni ese prestigio, ni volverá a comer caviar sobre una vajilla de plata y oro, si es que alguna vez lo hizo. Mal que le pese, el extranjero lleva en las minas más años que ninguno, y en ellas será donde muera. Igual que yo, igual que todos los que aquí trabajamos. Y creo que, en el fondo, él también lo piensa así. Al fin y al cabo, todos pisamos el mismo fango, por mucho que ignoremos las manchas que éste deja en nuestras suelas.

MENCIÓN ESPECIAL (JOVEN)
Sara Díez Tascón: Los topos
A principios del siglo XX, mi bisabuelo Federico labraba unas tierras que no merecían ser miradas dos veces. Enviudó al poco de nacer su segundo hijo y la vida, la puta vida, se le hizo un poco más cuesta arriba, solo, sin aliento, una casa sin sol, la lumbre apagada, la cama fría. Como sus trabajos en la superficie no daban resultados, lo intentó en las profundidades de una mina de hulla asturleonesa. Allí dedicó cuerpo y alma a la lucha contra el hambre y contra la silicosis, enfermedad que, cosa curiosa, acabó con su vida.

Su segunda esposa, mi bisabuela Emiliana, era especialista en dietética: con medio kilo de garbanzos y una patata daba comida y cena a doce personas. Y ninguna de ellas estaba gorda ni tenía problemas cardiovasculares.

Cuatro hijos varones continuaron los trabajos del padre. Las seis chicas tuvieron más suerte, apenas sabían quitarse los mocos y ya servían en casa de algún pequeño burgués, donde no ganaban nada, pero no pasaban hambre.

A la penuria económica se sumó la ignominia de una guerra civil. El hijo mayor estuvo dos años encerrado en un cajón de madera colocado a tal fin en un agujero excavado bajo las tablas del suelo de la casa. Vinieron a buscarlo los del reclutamiento obligatorio, pero él se negó a participar en una estúpida lucha fraticida. La familia fingió que había huido Dios sabe dónde, circunstancia que tenía un elevado coste: no había semana en la que mis bisabuelos no sufrieran un humillante interrogatorio en el cuartelillo. Él recibía golpes, gritos e insultos degradantes. A ella la esquilaban como si fuera una oveja y le obligaban a beber botellas enteras de aceite de ricino que le provocaban fortísimas diarreas durante dos o tres días hasta que se quedaba seca.

A pesar de todo, también había buenos ratos. Al anochecer, cuando no había riesgo de visitas inoportunas, el topo subía a la cocina para pasar la velada con toda la familia. A veces, el viejo conseguía sintonizar una radio destartalada y todos se acurrucaban en torno al aparato pendientes de la expresión de su cara. De pronto, elevaba las cejas y levantaba el dedo índice de su mano derecha. Silencio absoluto, algo importante estaba a punto de ocurrir. Los chicos miraban expectantes al transistor como si de allí fuera a salir un flan, pero no era más que una triste noticia o una canción de Molina, el viejo sonreía y así, con esas bobadas, les hacía felices.

Cuando se acabó el conflicto, dejaron de buscar al guaje y recuperó su trabajo en la mina, lo que debió parecerle jauja después de la experiencia del encierro. Murió al poco tiempo mientras comprobaba por qué había fallado una carga explosiva. No había fallado. Lo destrozó.

El segundo en edad ocupaba gran parte de su jornada laboral en preparar tajos limpios, libres del polvo asesino que mató a su padre. Sus esfuerzos no dieron fruto, se jubiló víctima de la silicosis, igual que el bisabuelo, y, como éste, murió antes de tiempo.

Otro de los hermanos se especializó en técnicas de detección de grisú y prevención de explosiones. Salvó muchas vidas y se retiró con salud, le faltó muy poco para cumplir cien años.

Mi abuelo, el más pequeño, tuvo mucha suerte. Después de veinte años bregando como un topo en las profundidades, fue trasladado a un puesto en la calle, donde trabajó otro tanto. Nunca olvidaré su cariñoso consejo: mira, mi niña, tú no hagas daño a nadie y vive como más te guste, pero procura hacerlo al aire libre. Le haré caso.

MENCIÓN ESPECIAL (TESTIMONIO HISTÓRICO)
Ana López Aguilar: Mal de las minas
El punzante "quejío" de la taranta entona la madrugada. Pocas horas antes de que el día se coma a la noche, las madres y esposas de los mineros corren el visillo de las ventanas para despedir la marcha de los obreros, desde sus hogares hacia la sierra minera. Les encoje el pecho ese profundo lamento cargado de miedo y dolor, oscuro como la noche. Mientras van sus hombres camino del tajo, rezan para que vuelvan. Un numeroso grupo de mineros de edades comprendidas entre siete y cuarenta y nueve años, recorren todos los días el trecho que separa el pueblo de la sierra. Trabajan en un yacimiento subterráneo para la extracción de plata, plomo, cinc y hierro. Vicente Sánchez, conocido como "Vicentillo", preside la comitiva. Cuenta tan solo con catorce años de edad. Trabaja en la cantera desde hace algo más de dos años, cuando murió su padre víctima del mal de las minas, y tuvo que salir a ganar el sustento de la familia; los tres o cuatro reales diarios que le dan por trabajar cada jornada. A Vicente Sánchez no le faltan valor, fuerzas, ni ganas. Ameniza la marcha entre tarantas y mineras que escuchó toda la vida a su padre. Junto a él camina su tío Pepe "El gamba", compañero de Trinitario "El Levantino" en el tiro de la mina. Paquito "El orejas" y Trinitario acompañan a Vicente Sánchez tocando palmas, una vez que se echan el hatillo al hombro. Paquito aun no ha cumplido los nueve años. Realiza junto a "Vicentillo" tareas de acarreo de mineral en el interior de las galerías. A pesar de que a Paquito el todopoderoso le otorgó un buen par de orejas, tiene poco oído para el cante, aunque a sentimiento y emoción no le gana nadie. Durante el tiempo de descanso para el almuerzo logran juntar algo de pan, pescado salado, tocino, ensalada, agua, alcohol y tabaco. Se reúnen en el exterior de la mina. Los descalzados se calzan y los desnudos se visten con sus ropas raídas. Aunque nadie bendice la mesa que no existe, parece de mal gusto juntarse a comer de esa guisa. Con el último bocado atravesado en el gaznate, se descalzan nuevamente y desnudan aquellos que trabajan en el interior de las galerías. Finalizada la jornada del sábado, a la mayoría de los mineros le cambia el semblante: el domingo no se trabaja gracias a la Ley de Descanso Dominical y las noches de los sábados para los canteros suelen ser noches de ocio y esparcimiento. Se arreglan y reúnen en los Cafés Cantantes. El propietario del local más frecuentado ha prometido a "Vicentico" para últimos de mayo una actuación en su tablao, al que nunca llegará a subir. Cuentan que ocurrió la mañana del 20 de mayo de 1884, horas después de haber accedido los obreros al tajo. El canto del techo de un minado se desprendió ocasionando la muerte de dos muchachos. Poco más añadió la crónica de sucesos del diario. Calificaron el incidente de desgracia casual, dado que las labores estaban en buen estado. El llanto se adueñó de la madrugada en aquel paraje desde entonces. Un "¡ay!" hiriente desgarró el corazón del pueblo minero. Ya nadie canta a lo largo del camino. Nadie acompaña a son de palmas. El luto va por dentro, en lo oscuro, en la parte oculta de las entrañas, ese lugar al que nadie se asoma, porque da vértigo. Las mujeres no corren el visillo de las ventanas para despedir la marcha de los obreros. Permanecen en sus camas acurrucadas, entre súplicas y rezos.

MENCIÓN ESPECIAL (TESTIMONIO HISTÓRICO)
Francisco Javier López Martín: El divisionario
La verdad es que me estaba preguntando que coños pintaba yo allí, acusado de ser comunista, cuando todos sabían, incluidos los de Solvay y las autoridades presentes, que mi único pecado era ser el hijo póstumo de un socialista que marchó a la Guerra y no volvió nunca más.

Las cosas se nos estaban yendo de las manos. Los representantes del Gobernador Civil, no estaban allí por casualidad. Oviedo no está lejos, pero en la parroquia de la Vega no los habíamos visto nunca. Tras nueve días de huelga, estaba claro que preparaban una escabechina y qué mejor que estos cinco cabecillas que se hacen llamar Comisión y actúan en comandita.

En mala hora me había dejado embaucar por Casimiro, tras escuchar al piquito de oro de Galache y las brabuconadas de Terneiro, que para colmo era gallego y falangista. Aunque el verdadero culpable de todo era yo. Mira que le di vueltas. Fue la amistad con el Quicu la que terminó de decidirme. Era mi amigo, de la JOC y picábamos codo con codo.

Ahora nos acusaban de comunistas, osea, lo peor de lo peor. Estábamos jodidos, bien jodidos.

Fue entonces cuando, sin previo aviso, en mitad de la reunión, Terneiro se desabrochó la camisa y comenzó a señalar una por una sus cicatrices mientras gritaba que a un hombre que había luchado en el frente ruso junto a los nazis, a un divisionario, no había otro hombre con cojones de llamarle comunista.

Ahí cambiaron las tornas. Los de Solvay y los del Gobierno Civil se intercambiaban miradas desconcertadas. Alguien pidió disculpas, rogó serenidad y empezamos a hablar de los silicóticos, de los destajos, de las galerías inundadas. Casimiro Bayón sonreía. Mi padre, también sonreía. Seguro que sonreía.

MENCIÓN ESPECIAL (CASTELLANO)
Ana Isabel Gonzalez Gracía: Barcelona
Antonio y Manuela habían vivido juntos desde hacía tanto... y ahora Manuela se iba a quedar sola. Él estaba ahí, en la cama, y la debilidad acostada a su lado. Manuela leía el periódico todas las mañanas para él, ponía música clásica y pasaba por sus labios hielo y a veces un poco de bálsamo labial. Abría la ventana si hacía calor y lo abrigaba si una leve corriente de aire molestaba. Rozaba sus labios sobre su mejilla para simular un beso parecido a esos tan fuertes que solía darle, pero que ahora le hacían daño.

Manuela, cada vez que lo veía tan apagado, pensaba que era un estado transitorio y que iba a ponerse bien otra vez, ¡tenía que ponerse bien! Daba igual lo que el médico dijera. Exageraba. "Antonio es fuerte, y cuando se recupere un poco, hacen el trasplante y otra vez en casa". Antonio...

Antonio está tan débil que casi no puede hablar. Maldita mina. Duerme (mal), se despierta, duerme, ¡Manuela, ¿dónde estás?! Manuela... Antonio empieza a tener llagas y molestan. Parece que toda su carne se ha desparramado en ese colchón y es incapaz de moverla. ¡Ay! ¿Manuela?

-Estoy aquí... te has dormido un momento.
-Barcelona...
-Que íbamos a volver a Barcelona, ya lo sé. Pero no te preocupes, ¡cuando te recuperes vamos!
-No.
-¿No? ¿Otra vez que buscas una excusa para no ir? Y vamos a ir, como que me llamo Manuela.
-No es eso.

Manuela se hace la tonta. Intuye lo que él quiere, pero...

-En el ordenador, Barcelona.

Se estremece. Un escalofrío recorre su cuerpo. La canción... Sus ojos se llenan de lágrimas, pero intenta que él no lo vea. "Voy..."

Enciende el ordenador, y busca el vídeo: "Freddie Mercury y Montserrat Caballé. Barcelona. Ocho de octubre de 1988".

-¿Te acuerdas?

Cómo no se iba a acordar Manuela de que Antonio, con su primer sueldo en la mina (bendita mina), la llevó a Barcelona el día de su aniversario, de cómo hicieron suya esta canción, de cómo la aprendió hasta en inglés:

"I had this perfect dream (Tuve este sueño perfecto)
This dream was me and you" (Este sueño éramos tú y yo)

Los dos miran, escuchan, tiemblan.

"The moment that you stepped into the room (en en momento en que diste un paso hacia la habitación)
"You took my breath away". (Me quitaste la respiración)

Cuando aparecen los fuegos artificiales, tienen la cara mojada con lágrimas, pero Antonio ya no respira.

MENCIÓN ESPECIAL (CASTELLANO)
Beatriz Gómez González: Mirái
Mi abuelo no fue picador, allá en la mina. Ni en la mina ni en ninguna otra parte, vaya. Y es una lástima, porque ahora que la Fundación de Estudios Etnológicos de la UO me encarga una breve reseña para biografiar la exposición que, con motivo del vigésimo quinto centenario de su muerte, proyectan realizar, lo primero que se me ocurre es la cancioncita de marras. El abuelo fue picador, allá en la mina, y arrancando negro carbón, quemó su vida. Ya saben.

Mi abuelo no fumaba, esa es la verdad, y jamás lo vi con una vara de avellano en la mano. Esto es ridículo. Qué informe voy a enviar a estos señores tan serios de la UO. Qué voy a decirles. No, miren, déjenlo. El hombre al que ustedes quieren homenajear no murió en la mina sino por un ataque al corazón. Hablen ustedes de fibrosis pulmonar, cáncer de pulmón y neumoconiosis, que a don Aníbal Cordero San Martín lo mató la luz de la mañana reflejada en la cuenca de El Caudal, entre Mieres y Soto de Ribera. Porque era otoño y hacía frío. Sí, ya me acuerdo. Era otoño y ya hacía frío y mi hermano no había nacido todavía. Y el abuelo paseaba. Mi padre estaba en San Martín del Rey Aurelio, sacándole lustro al infierno y rezándole a la Santina y a todos los demonios, por que su tercer hijo naciese con los veinte dedos. Y mi hermano Lorenzo nació justo ese día, en ese momento. La luz de un cielo histórico se reflejó sobre el río y el abuelo empezó a recordar. Empezó a recordar, aunque no quiso, empezó a saberse muerto de memoria, muerto del dolor de la memoria, empezó a saberse memoria él mismo, y por eso se murió, por saber. Se murió por memorioso, como Funes, el tipo aquel del cuento de Borges. Y por eso se murió el abuelo. Porque 45 años trabajando sin descanso, porque la precariedad, el dolor, las sombras, las cuevas, las máquinas. Porque los haces de luz como sombras de caverna de hombres negros, como él, negros de olvido. Y toda su vida enraizando fuera, arriba, dos plantas, tres, cincuenta palmos más arriba. Porque mirái, mirái Maruxina, mirai, mirái cómo vengo yo. Y la precariedad, y la montaña y la tosquedad de la piedra, fría como la piedra, terca como el olvido.

Y mi madre se puso de parto, y el abuelo que sístole y diástole, muriendo el día que nació mi hermano, y lo llamaron Lorenzo, como el sol, por el abuelo, porque al abuelo lo mató lo que sana, lo mató la luz, lo que sana, eso fue lo que dijeron en casa. La luz sana porque es sabia, porque nos hace recordar, y lo que no se olvida sirve para purgar todos esos dolores que aún podrían evitarse. Todo eso el día que el abuelo murió y a mi padre lo prejubilaban, sístole y diástole, si no ese día cualquier otro, peor que otro, y la tos, y el médico, y el carcinoma que vino después, y El Caudal ahí, reflejándolo todo con la luz de los que recuerdan que sólo quien recuerda sobrevive.

Qué voy a decirles a estos señores de la UO. Que el abuelo fue el canario de la Cuenca, que su muerte fue un chispazo de memoria colectiva, don Aníbal, porque lo que se entierra se olvida, y tenemos, para con los que viven enterrados, la ineludible deuda del recuerdo, que es sacarles tierra de encima. Que se haga la luz. Qué voy a decirles.

MENCIÓN ESPECIAL (CASTELLANO)
Francisco Lorenzo Venancio: Despecho
El sudor empapó mi espalda, en cambio, la saliva se ausentó de mi garganta. Me costó acertar a coger el folio repleto de letras que ahora, después de tantas horas de ensayo ante el espejo, parecían construir frases sin lógica. Torpemente ajusté el micrófono a mi altura y miré al frente. Carraspeé mientras me secaba la frente. "La minería ha sido, no una gran industria, sino la industria en Asturias durante cientos de años. Hoy día, desgraciadamente, gran parte de lo que fueron prósperos negocios, se pierden en el olvido." Miré a la gran congregación que asistió al Teatro para ver su reacción a las primeras palabras. Por desgracia, la luz no me cegaba y al menos, en unas sesenta personas de las primeras filas, podía distinguir las caras de aburrimiento. Volví al texto, pero el calor azotó mi pecho, y subió hasta el cuello que estrangulaba la corbata. "Mi padre, dio trabajo a muchos de vuestros familiares. Agradezco que hayáis asistido a este acto en su honor, y a todos los que desempeñaron este humilde trabajo." Intenté sin éxito, meter el dedo entre el cuello de la camisa para que penetrara un poco de aire. Suspiré y antes de continuar leyendo, la vi. Allí estaba, mirándome fijamente. Nunca soñé con ella, ni volví a pensar en lo ocurrido. Nuestra relación fue un error en una (etílica) cena de empresas del sector. ¿Para qué había venido?. Giré la mirada hasta la silla en la que, (sin conciencia de lo que pasaba por mi cabeza) mi esposa, indiferente, se sentía obligada a volver a escuchar la misma redacción. Reparé en la humedad acumulada sobre el bigote. La intrusa al acto, me había escrito hacía unos días diciendo que pretendía revelar lo nuestro. Dudo que escogiese este momento para desvelar el secreto, pero por despecho, era totalmente imprevisible... Como bien me dijo: "A mí nadie me rechaza".

Ordené con la yema de los dedos los folios y suspiré. "Esta noche es muy especial para los mineros por ser el acto televisado a nivel comarcal." Por fin unos tímidos aplausos que me motivaron. "Queremos decir que somos los suficientes para que nuestro grito se escuche. ¡Aún existimos!..." El unánime clamor aumento mi ego, haciéndome sentir más seguro. Sin embargo, los cuchicheos entremezclados con los aplausos y unidos al sonido de tacones aproximándose, me devolvieron a mi estado inicial. ¿Sería ella?. ¿La inevitable tragedia para mi matrimonio e integridad moral?. Puede que sí, y podría ser inminente. Sonrió. Llevaba consigo, cómodamente entre sus manos, un papel que había doblado en varios pliegues. Lo abrió y se acercó al micrófono desplazándome suavemente. Miró a mi mujer, y por fin, habló: "Mi presencia aquí es una sorpresa para algunos de los presentes. Pero debo decir algo importante". Anonadado no sabía que hacer; ¿arrancarle el papel o intentar persuadirla?... No obstante, cualquier acción sería delatadora. Prosiguió: "Tengo que comunicarles que..." En ese preciso instante, decidí actuar; arrebaté de sus manos el texto y en el forcejeo cayó lastimándose el brazo. Entre el estupor generalizado, y sin solución a mi alocada respuesta, seguí leyendo para mí lo que continuaba: "la empresa a la que represento, donará 15.000 euros a la causa que nos ha traído aquí. Se siente identificada con este noble trabajo, y así lo desea hacer ver..."

MENCIÓN ESPECIAL (CASTELLANO)
Pilar Añibarro Aguado: Oferta de empleo
Se necesita persona para trabajar en Asturias. Buena presencia, fortaleza física y mental, sin cargas familiares, preferentemente hombre.


Sueldo, a convenir por la empresa, sin derecho a ningún complemento y sin acceso a planes de formación. Vacaciones y permisos no retribuidos, total disponibilidad de horarios, residencia en Mieres. Trabajará en un ambiente contaminado expuesto a enfermedades pulmonares y bajo unas medidas técnicas de prevención mínimas.


Duración del contrato: temporal, hasta el cierre de las instalaciones.
Interesados enviar currículo a Ministerio de Industria, Energía y Turismo.
Referencia: Minero

MENCIÓN ESPECIAL (CASTELLANO)

Manuel David Arce Martino: Madre de Dios
A la luz mortecina del candil, el abuelo extendía las manos y con voz clara y pausada nos contaba a todos sus nietos historias increíbles de un pasado que él creía reciente. Decía que cuando se juntó con nuestra querida abuela, que en paz descanse, todas estas arenas resecas por el sol, eran tierras fértiles donde crecían enormes árboles donde se mecían y descansaban todo tipo de animales. Que era tan densa la selva que nunca se podía ver este sol ardiente cuando se caminaba dentro del bosque.

Mis hermanitos abrían sus ojos enormes cuando hablaba de seres mitológicos como osos perezosos que se columpiaban de las ramas de los árboles, de enormes hormigas que eran cazadas por los niños para luego tostarlas y comerlas, de pequeños pájaros multicolores cantando cada uno por su cuenta y que juntos entonaban hermosas melodías.

Ríos serpenteantes preñados de peces grandes y pequeños, de la yacumama la serpiente con orejas, madre del agua, que cuidaba la laguna, y de antiguos delfines rosados.

Así era nuestra Selva de Madre de Dios, antes de que vinieran las mineras hijitos, —dijo y se le quebró la voz, carraspeó un poco y se secó las lágrimas con el dorso de las manos.

De todas estas cosas maravillosas nos contaba.

Y nosotros niños, emocionados por sus palabras, nos íbamos a dormir creyendo en sus historias imaginarias, aunque algunas noches sofocantes, por algún lado, lejos, muy lejos, taladraba la noche el grito de algún pájaro salvaje.

El abuelo suspiraba y decía: debe ser una lechuza viuda y solitaria como yo, que recuerda con nostalgia algún pasado esplendoroso.

Aquellas noches nos íbamos a dormir con miedo.
 
Nota:
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